El encuentro fue espontáneo.
Después de una distancia que a fin de cuentas había
sido una espera, verse aquel día era imprescindible.
Ninguno sabía que iba a surgir de esa tarde de invierno con un sol radiante, pero
ambos empezaban a cambiar el aura. Cada uno por su lado se dirigía hacia el
soñado encuentro en el parque, así armado como por un capricho de los dos.
En cuestión de quince minutos, el presente había
llegado: Lilian lo buscaba entre tantas cabezas y Horacio la encontraba,
obnubilado por ella. El césped era el lienzo que prestaba un fondo a todo
aquello que no parecía tener fin. Cuando se vieron fue como un choque de trenes
vaporosos llenos de burbujas, y ellos parecían asumir una especie de
estrellato; como si fueran los protagonistas de un cuadro de Monet.
Ver que ambos coincidían ese día, a esa hora,
llenaba la atmósfera de alegría y tranquilidad. Dadas las circunstancias,
cualquier argumento más o menos cuerdo podría tirar todo abajo y alguno podría
haberse arrepentido en el trayecto.
Lilian apresuró la marcha hasta el punto de tener
que esquivar a las personas que iban caminando plácidamente para llegar hasta
Horacio. Ahí estaba él, como detenido o estaqueado en el piso observándola
mientras agitaba unos papeles enrollados que tenía en la mano. Ella había sido
un indescifrable y ahora podía verla, tocarla, besarla.
Algo en la mirada de Horacio la incomodaba, y Lilian tenía la necesidad de moverse
un poco para disimular. Movía el cuerpo
con cualquier excusa: abrocharse el saco, acomodar la cartera en el hombro, patear
alguna piedrita.
Para cuando ella terminó de imaginarlo vestido de
blanco en un altar lleno de lilas, ya estaban sentados frente a frente. Como
una niña pequeña, Lilian no podía dejar de sonreir. Mientras le hablaba, ella
escuchaba su propia voz como viniendo de
otra parte, como si de otra mujer se tratara.
Al modo de una estatua viviente, él miraba para los
costados, para cualquier lado hasta que finalmente la miró a los ojos. La
complicidad que los abrazó en ese instante era tal que lindaba con lo
siniestro, pero no había dudas de que valía la pena.
Por lo tanto, hubo ese momento fugaz en donde
sintieron que se amaban profundamente. Fue necesario permanecer en silencio, y
en ese intervalo entre una palabra y la otra, entre dos gestos, supieron que estaban
enganchados hasta el infinito, y que no había vuelta atrás de esta condena. “A
través de tus ojos puedo ver el mundo”, dijo Lilian aún sorprendida por sus
propios sentimientos. “A través del mundo puedo ver tus ojos”, dijo Horacio
tomándola de la mano para acariciarla.
En ese momento la gente que transitaba ya era bruma
en movimiento, por horas, o tal vez durante varios días, Lilian pensó que ese
amor era lo único verdadero en el universo.
Es así que emprendió un viaje hacia un más allá de
lo cotidiano. Más allá de su vida, siempre estaba la boca de Horacio
esperándola. Este amor era una invitación a no se que clase de fiesta
existencial a la que nadie podía negarse.
El distanciamiento había sido culpa de los planetas
que orbitaron de forma incorrecta durante diez años consecutivos. Ninguno de
los dos había querido alejarse pero la vida nos había separado. Volver con Horacio era un gran acontecimiento, por
lo que Lilian se vio asaltada por la poesía propia o ajena y decía cosas sin parar.
Como dice tal, como dice cual…como dice G. Cerati “lo entendí todo, menos la
distancia”. Ese fue su lema durante mucho tiempo. La canción rigió su vida hasta
que, por fuerza mayor, ella tuvo que acudir al médico clínico.
Hacía tiempo que sentía mareos y fatiga, el médico
le diría si tenía bajas las defensas o si precisaba vitaminas. Ese fue un día
como cualquier otro, nada fuera de lo común. Tenía que hacerse un chequeo de
rutina y levaba los resultados de los análisis de sangre.
Con la impresión de que el tiempo pasaba demasiado
rápido, comenzó a subir las escaleras del sanatorio, y luego de atravesar la
burocracia de la atención médica, tomó asiento frente al consultorio del Dr.
Cavagnaro.
Cuando Lilian se disponía a tomar una de las
revistas pasatistas que tanto me gustan, alzó la mirada como un gesto
automático de tanteo del lugar y comenzó a temblar de espanto.
Dejó de sentir el cuerpo y solo podía oír su
respiración acelerada, fuera de control.
Sobre el revistero de la sala de espera reposaba un
imponente cuadro de Monet con bellos colores. Allí estaban Lilian y Horacio
tomados de la mano, caminando hacia el más allá.
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