Capicúa
Cumplo los años indefectiblemente. Pero, ¿con qué
necesidad hay que festejarlo?, un festejo implica toda una serie de esfuerzos y
asumir un protagonismo tonto en donde el actor principal aparenta estar
conforme con sus días vividos. El jueves que viene será mi cumpleaños número veinticuatro
y veré desarrollarse toda la fastidiosa sucesión de actos predecibles.
Que mamá llegue a casa con mucha comida, una torta
gigante y muchos platitos descartables, como si estuviera rodeado de amigos. Ella
no se cansa de gestionar esa logística del preparativo cada año, omitiendo un
dato fundamental: ¡no hay invitados para tanta comida!. A pesar de que se lo
dije mil veces, no entiende que no puedo ser esa clase de gente, porque existen
distintos tipos de gente. Esa gente normal que ni siquiera tiene que invitar a nadie
porque sus conocidos van a la casa directamente, no pertenezco a esa clase. Ah,
pero Fabi si, Fabián es el hijo perfecto. Le va bien en la facultad, tiene
muchos amigos, le va bien en el trabajo. Lo que todo padre quisiera: un hijo
intachable que trabaja y estudia. Mi hermano lo puede todo, y en ese engranaje
perfecto por el cual funciona su vida entro yo, como un elemento más de su
maquinaria productiva de excelencia.
No. Yo no tengo tantos amigos, pero igual no
disfruto de ese momento en donde me cantan, me felicitan por ser más viejo. Si
tuviera veinte amigos para invitar sería mucho peor. Es traumático que haya
personas reunidas solo para mirarme fijamente, la incomodidad es lo de menos
cuando lo más serio es que termino pasando verguenza. Las velas no se apagan o
mi torpeza ocupa el papel principal provocando risas cuando ven cómo se derrama
el agua de mi vaso, como se cae un plato al piso, como me sonrojo luego de
algún accidente con las manos. El pensamiento me retuerce en vano porque la
cosa es más sencilla, ya estoy grande para la torta, las velas, los saludos…
Después, viene el tema de los regalos. Siempre me
regalan bebidas alcohólicas como si no supieran que no me gusta el alcohol. Por
más que no sepan que regalarme, podrían esmerarse un poco más o bien no traer
nada. A esta altura una botella de Fernet me parece una broma de mal gusto.
Si, ya se. Soy aburrido, pálido y agrisado. Las
veces que salí con amigos, tuve que pedir una gaseosa no sin recibir todo tipo
de críticas y sugerencias. Según ellos, la única manera de encarar a una mina
es estando entonado. Las minas de boliche me dan terror, pero la verdad,
tampoco tengo ganas de conocer a nadie. Estar al tono es algo que nunca tuve, no
creo que un vaso de alcohol me abra las puertas del cambio. No tiene sentido conocer
gente nueva si siempre me pasa lo mismo, y si tengo que cambiar para conocer
gente nueva eso sería una farsa.
Al principio está todo bien, les presento a mi
familia, les cuento mi historia, les abro la puerta de mi casa para que después
me traicionen. Todos mis amigos me traicionaron de cierta manera, por eso
prefiero no confiar en nadie. Hola y chau, ya no más entrega. Son unos
ingratos, porque les he dado todo lo que tengo, sea mucho o poco.
Así que éste cumpleaños será como todos los otros,
dos gatos locos comiendo torta. Espero que la semana se pase volando para que
mi cumpleaños haya terminado lo antes posible, y entrar en ese estado de
relajación lleno de alivio por haber cumplido con lo que se esperaba que
hiciera. Me resulta orgásmico retirarme de los supuestos y refugiarme en la
soledad.
La otra noche me encontraba estudiando en el
escritorio. Capítulo cinco, más o menos por la mitad, pero el sueño era cada
vez más intenso. Leía una palabra suelta, volvía a leer el párrafo anterior,
pero no quería acostarme sin antes terminar la página doscientos doce. Cuando
estaba a punto de dormirme me acordé de algo que creí inexistente, algo así
como un recuerdo olvidado. Allí estaba cumpliendo años con una torta enfrente
mío. La torta tenía una pista y sobre ella
se posaba un autito de color azul. Mis padres siempre se dedicaban a
nosotros; no escatimaban en gastos para pasar un buen momento. Ese día habían
decorado toda la casa con globos y guirnaldas de colores, estaba todo preparado
para festejar. Un vestigio de esa ilusión que sentí aquel día me llegó como un
rayo de sol sobre el cuerpo en pleno invierno, la ilusión y el entusiasmo.
El recuerdo era placentero hasta que me invadió la sensación de pesadumbre: pasadas
las tres de la tarde ninguno de mis amigos había llegado a la fiesta. Era mi
cumpleaños y todos habían faltado, ¿por qué no fueron?, ¿tan mala persona era
que ni siquiera me consideraban en el día de mi cumpleaños?.
El escritorio fue mi sostén absoluto cuando me iba
ensombreciendo, como una llama que se apaga lenta pero definitivamente. Sabía
que si me levantaba de la silla, si sacaba mis brazos del escritorio, caería al
piso desplomado.
Mis padres estaban mal, tengo un recuerdo vago de
ver a mi madre llorando y quejándose porque no fue nadie. Cuanto más me
concentro en esa escena, acuden más y más imágenes. Papá estaba tan enojado que
arrancó todas las guirnaldas violentamente y en silencio. Él se enoja de esa
manera callada, temible. Mi padre maneja un silencio parecido al que antecede a
las catástrofes climáticas, esa sordera rara que indica que algo terrible está
por pasar. Aquel día solo rompió las guirnaldas, los globos y unos autitos que
había hecho mamá con cartulina.
Tal vez fue el silencio antes de dormirme lo que
trajo este recuerdo a mi cabeza, ¿por qué lo olvidé si era tan importante?,
puede ser que antes me gustara festejar mis cumpleaños y por esto que pasó
empecé a odiarlo. De manera ingenua y hasta prepotente, me había olvidado de
que mis amigos me fallaron desde niño. Ese fue el gusto amargo que sentí en la
boca, una traición predecible, sabida desde mi niñez y asumida como destino.
A la mañana siguiente me desperté pensando en ese
horrible momento íntimo en mi escritorio, donde recordaba cosas del pasado pero
que traían imágenes tan vívidas que me costaba distinguir entre ese cumpleaños
y el del jueves próximo, número veinticuatro.
Tan alterado me dejo aquella reminiscencia que
apenas me encontré con mi madre le pregunté si se acordaba.
—Anoche recordé esa vez que nadie fue a mi
cumpleaños, papá se enojó y rompió los adornos, vos llorabas.
—Ah si, pero eso fue hace mucho tiempo hijo, ¿por
qué no valoras el presente? —Dijo mi madre sin levantar su mirada de las tazas
blancas que estaba secando.
—¿Cuantos años cumplía ese día de la torta con el
autito azul?, no pude recordar si eran cuatro o cinco años. —Algo en ese
recuerdo no me cerraba, seguramente era
el hecho de que faltaba saber la edad exacta que tenía en aquel momento.
—Era tu cumpleaños número cinco, eras tan chiquito
mi amor, ¡y nosotros tan jóvenes!.—Exclamó mamá entrando en una especie de
nostalgia inaudita. Pero corroborar que tenía cinco años cuando quedé solo el día
de mi cumpleaños no era suficiente para calmar un extraño impulso de saber,
saber algo, saber lo que pasó, saber lo que olvidé.
La cara opaca de mi madre sumado a un gesto de
negación con la cabeza me hicieron querer ir más allá.
—Mamá, ¿Por qué estás así? ¿Tanto te molestó que no
fueran los bobitos del barrio a la fiesta? ¿o acaso estás recordando algo más
de esos años?—Un presentimiento empezaba
a inundarme de a poco, ahora tenía la certeza de que no lo había recordado
todo, aquella noche, casi dormido.
Al cabo de unos segundos, mamá se desarmó en llanto
dejando las tazas y el repasador húmedo sobre la mesada. El momento era tenso,
no sabía si consolarla (como siempre me tocaba hacerlo) o amenazarla para que
responda y fundamente su cambio de humor.
—No hay que revolver la mierda Esteban, el pasado no
se puede cambiar. —Dijo mi madre entre sollozos y palabras desprolijas. Antes
de que llegara a la habitación, tuve que frenarla, ella tenía que terminar de
decir lo que mis sensaciones me daban a entender. Tuve ganas de golpearla pero
solo me limité a tomar su brazo derecho.
—Decime ya que fue lo que pasó, ¡Qué nos pasó mamá!.
—Eras muy chiquito para comprender, fue una semana
antes de tu cumpleaños número cinco. Volvíamos del jardín, ese día me llamaron
para que te retire antes porque te dolía el estómago. Pedí permiso en el
trabajo y fui a buscarte lo más rápido que pude. Cuando entramos a casa—otra
vez mamá rompe en llanto y se dirige hacia una de las sillas de la cocina. Como
ella hablaba, me habían bajado los decibeles, solo era cuestión de unos minutos
y ella me diría todo.
Le serví un vaso de agua fresca de esa jarra que
siempre está en la heladera, naranja, avejentada, insulsa y sin belleza, de
bazar barato, de casa de familia típica. Me senté a su lado, bien cerca para
que no pudiera escaparse de mis oídos nada de lo que fuera a decir.
—Hijo querido, cuando llegamos a casa tu padre
estaba revolcándose en el sillón con Luchi. Por favor te pido, no exijas
detalles porque no se si puedo seguir recordando más. Nada menos que eso, tu
padre me engaño pero pensé que ya lo habías superado. Yo lo perdoné, decidí
seguir con él, después llegó tu hermano Fabi y todo anduvo mejor.
—¿Quién era Luchi? Alguien del barrio seguro —Ya
estaba más calmado, aunque asombrado por un olvido semejante, ¡yo que pensé que
mi viejo era un tipo ejemplar!, que tontería es creer en lo que los demás te hacen
creer en la niñez.
—Luchi fue la primer niñera que tuviste, una chica
jovencita muy dulce con vos, pero desubicada. Con decirte que por varios años
le mandaba regalos a tu padre por su cumpleaños, siempre lo mismo, una botella
de whisky. Es por eso que yo no permito que tu padre tome whisky. El día de tu
cumpleaños, yo no se porque decís que no fue nadie. Recuerdo que te adornamos
todo, el comedor estaba hermosamente decorado. Me quedé sin platitos porque
vinieron más de lo que calculamos.
—No puede ser, si yo me acuerdo perfectamente que
papá rompió todo y que no había nadie en casa, solo nosotros tres.
—Podes ver las fotos que están en la casa de la
abuela, y vas a saber que tu cumpleaños cinco fue muy lindo y que estuviste
rodeado de amigos. Eso que te acordás, que papá rompió todo fue por la noche,
cuando le dije que si no dejaba a Luchi le pedía el divorcio. El caradura se
enojó pero no con vos, conmigo hijo, conmigo.
Una enorme tranquilidad me hizo aflojar el cuerpo,
los músculos, la cara. A pesar de lo que mi madre había dicho, me sentía pleno,
tan pleno como cuando fuimos a veranear esa vez a Chapadmalal con mis primos, que yo corría por la playa libre,
suelto, feliz. Luego de darle un beso a mi madre, una forma hacer las paces con
ella, me fui al escritorio que parecía esperarme de brazos abiertos. Sentí que
me había perdonado a mi mismo por el olvido y que podía ponerme a estudiar
durante largas horas.
El libro estaba marcado con un lápiz, en el capítulo
cinco, en la página doscientos doce. Allí había quedado detenido anoche, en el
cinco, en el dos más uno más dos es igual a cinco, en que doscientos doce es el
capicúa del cinco, en que yo tenía cinco cuando mi padre traicionó a mi madre,
en que desde los cinco odio mi cumpleaños. Por un enigmático motivo, no le tuve
bronca a papá, sino al hecho de cumplir años. Durante mucho tiempo le tuve
bronca a esa imagen absurda de mi mismo soplando las cinco velas como si todo
estuviera bien cuando no lo estaba, no para mi.
Puede que mis lapidarias autocríticas no hayan
tenido sentido, puede que lo único que tenga sentido sea saber que no soporto
la farsa, las apariencias, los secretos, el hacer “como si nada”. La verdad lo
cambia todo, la verdad me cambia todo. A fin de cuentas lo absurdo no soy yo
festejando, ahora ni siquiera puedo decir porque creo que pasé vergüenza todas esas veces que
volqué algo en el piso, algo que puede pasarle a cualquiera. Un accidente por
torpeza no es lo mismo que la insistencia de la memoria.
Puede que deje de tener esa sensación aletargada se
ser alguien absurdo, aburrido, agrisado. Lo único absurdo fue ser esclavo de un
número, el cinco, cuyo capicúa es el doscientos doce de esta página que, por
fin, voy a poder terminar de leer.
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