jueves, 24 de noviembre de 2011

Acerca del cambio: salir del molde




"No importa lo que la historia ha hecho con el hombre, sino lo que el hombre hace con lo que la historia ha hecho de él". Sartre

Detrás de toda consulta psicológica existe un malestar y un hastío frente al más de lo mismo.
Del psicoanálisis en particular y de la psicología en general pueden decirse muchas cosas pero básicamente una terapia es una puerta abierta al cambio.
El deseo de un cambio es lo que modula el tránsito por un análisis. Análisis de aquello que aqueja, molesta, angustia o inhibe. A mayor necesidad de cambio, mayor facilidad para sostener un proceso terapéutico. Y proponerse “hacer un análisis” es una suerte de hazaña que implica emprender un camino hacia el saber.
En muchas ocasiones el cambio inminente nos hace retroceder y preferimos “quedarnos en el molde”, aunque ya no entremos en él. Todos tenemos un molde en donde nos sentimos estables aunque no siempre felices.
Mudarse a otra ciudad, comenzar una carrera, dedicarse a lo que a uno le gusta, desechar una relación tóxica, formar una familia, representan algunas situaciones críticas en donde el hecho de tener que decidir se vuelve una exigencia ética: retrocedo o avanzo. Claro que el cambio llega si decido avanzar, a pesar de los temores, la incertidumbre e incluso el dolor que todo cambio trae aparejado. Si retrocedo no tengo acceso a lo nuevo pero conservo lo viejo, si avanzo pierdo lo viejo pero accedo a lo nuevo. Por lo tanto, la forma de relacionarnos con los cambios en general depende de nuestra capacidad para elaborar las pérdidas que los preceden.
Frente a la necesidad de cambio, suelen usarse todo tipo de artilugios para evitar la sensación de catástrofe: negación (aquí no pasó nada), pasividad frente a los hechos (es el destino), huída (no quiero pensar en eso) e inclusive distorsión de la realidad (es imposible). Generalmente lo que deseamos de manera auténtica tiene posibilidades de concretarse en la realidad, esto deseado siempre nos involucra de una forma íntegra y absoluta. Quién no escuchó el consejo de “hay que jugarse por lo que uno quiere”. Jugarselá es apostar al cambio aunque el resultado no sea el esperado, aunque en este paso se comprometa nuestro ser.
De acuerdo con esta famosa metáfora del juego, jugársela es apostar al cambio para poder pasar de una cosa conocida a otra desconocida pero mejor.
El ojo externo (siempre los hay…) percibe enseguida que necesitamos un cambio para salir de determinada situación, pero internamente debe ocurrir todo un proceso para pasar del deseo a los hechos. En principio, el sujeto debe descubrir lo que desea realmente más allá de la mirada que arroje el ojo externo. En segundo lugar, ese deseo debe encontrar sus formas de concreción. Pero pasar de la fantasía a la realidad no es tan fácil como se cree.
Navegar para el lado del propio deseo siempre demanda un cambio de posición de nuestra parte, de pasajero a capitán de la propia vida, dejar de contemplar lo que el destino hace de nosotros y convertirnos en agentes del mismo.
Ante la necesidad de cambiar respondemos con cierta renuencia, el solo hecho de imaginar nuevas modalidades nos ubica de lleno en la angustia y el desvalimiento. ¿Cómo soltar lo que me da seguridades, lo que conozco, aquello a lo que estoy acostumbrado?, ¿Cómo arriesgar lo seguro por algo incierto?. Podemos ver que el precio que pagamos por apostar a lo nuevo es equivalente al precio que pagamos por sostener lo viejo.
En economía, el “costo de oportunidad” designa el costo de la inversión de los recursos disponibles en una oportunidad económica o también el valor de la mejor opción no realizada. El concepto se refiere a aquello de lo que alguien se priva o renuncia cuando hace una elección o toma una decisión.
Esto es interesante para pensar los cambios que queremos hacer y no nos animamos a concretar. El llamado costo de oportunidad puede calcularse en virtud de lo podríamos ganar si perdemos lo que tenemos. Por lo general la pérdida del status quo es significativa pero de nada sirve tener un recurso si no podemos invertirlo y de esa forma capitalizarlo.
De nada sirve guardar nuestros deseos sin poder pasarlos a la acción, de nada sirve el saber si no podemos transmitirlo.
Esto supone considerar el cambio como algo que sirve a diferentes propósitos, aunque no haya garantías de obtener resultados exitosos. El cambio siempre sirve para crecer.
Frente a las ganas de cambiar suele aparecer el disfraz de la impotencia: “no tengo con qué”, “no tengo certeza”, “no tengo agallas”, “no puedo hacerlo”. Este disfraz nos permite conservar la comodidad de permanecer en el lugar de siempre pero nos impide el acceso a algo más placentero, sentirnos realizados y poder encontrarnos con la tranquilidad de haber hecho lo que queríamos.
El cambio es fundamentalmente una transformación que involucra satisfacciones y sufrimientos. Como toda transformación implica un riesgo, el cambio suele romper la ilusión de que tenemos una vida estable, definitiva, “ya hecha”, y esto sucede porque esa vida que vivimos es un anclaje identificatorio, y una referencia a nuestra identidad. El desarrollo y la evolución del ser humano consiste en una sucesión de cambios de distinto tenor. Cuando estos cambios logran asimilarse, pasan a formar parte de lo que somos.
Por lo tanto, las resistencias al cambio dependen del grado de elaboración de nuestros duelos. Aunque suene paradójico hay que “saber perder” para ganar.
Retomando la analogía entre psicoanálisis y economía, podemos decir que en relación a los cambios o inversiones que hacemos hay una lógica: a mayor riesgo asumido se exige un mayor rendimiento. Más valientes somos, mayores serán nuestras ganancias futuras. Todo ser humano es potencialmente valiente en tanto posee algún deseo inquebrantable en su interior.




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